Celia cruzaba la puerta como quien entra en una nueva dimensión.
Aún recordaba cuando en su infancia se dedicaba a buscar insectos, plantas curiosas y cualquier ser viviente que se cruzara por su camino en el sendero rural que solía recorrer con sus abuelos. Todavía conserva la pequeña libreta en la que recogía todos los pormenores de aquello que iba descubriendo.
A nadie pilló de sorpresa que, tras esa merecida matrícula de honor en bachillerato y una brillante selectividad, su elección no fuera otra que Biología. Cuando se habla de la vocación profesional y personal, habría que adjuntar una foto de Celia, no hay más.
Entrar por primera vez a la Facultad de Ciencias fue un momento apasionante, pero que llevó con discreta normalidad. Tampoco iba a dar el numerito. Miró a qué clase le tocaba ir y ahí empezó la andadura.
Nueva vida, inesperadas dudas
Pasaron las hojas del calendario a un ritmo constante, a la par que la adaptación a su nueva realidad académica iba poniéndose a punto.
Poco a poco, surgieron distintos aspectos que descuadraban a Celia: no se sentía del todo cómoda con tanta carga numérica en ciertas asignaturas, las clases adolecían de parte práctica o las clases resultaban algo más tediosas de lo esperado. Sin embargo, encajaba estos detalles con deportividad. Traía de casa muy trabajada la idea de que los comienzos no son fáciles y que hay que saber un poco de todo para más tarde especializarse.
No fue hasta el comienzo del segundo cuatrimestre, tras una primera tanda de exámenes finales que le habían debilitado más de lo esperado (con algún primer suspenso por el camino), cuando temblaron unos cimientos que creía indestructibles.
Nuevo profesor de Microbiología, un joven que, aparentemente, sería un soplo de aire fresco y juventud al elenco docente con el que se había topado por el momento. Comenzó a dar la primera clase, al mismo tiempo que se convertía en una catapulta de mensajes desalentadores para esos jóvenes científicos: “Id pensando en oposiciones”, “Si queréis ganar dinero, este no es el camino”, “Las condiciones laborales de ahí afuera son una verdadera basura”. Demasiado asqueado para ser tan joven.
Una tras otra, como las gotas que erosionan la piedra, fueron calando en el interior de la clase y, por consiguiente, de Celia. Cada día tenía algo negativo que transmitir, no fallaba. Tanto es así que, tras un desastroso parcial (para el que había estudiado más que nunca) traducido en un 4’5, nuestra protagonista no pudo más:
Quería dejar la carrera.
La decepción con el modelo formativo, el exceso de teoría, las clases confeccionadas para dormir a quien se pusiera por delante y el mensaje pesimista que se respiraba por cada grieta de ese infernal edificio, le llevaron a tomar esta decisión.
Antes de darse de baja y, por incansable insistencia de sus progenitores, fue a revisión del parcial de Microbiología, con ese “profesor”. Lo bueno es que sería la última vez que lo vería. Lo malo es que estaba lloviendo y le daba pereza.
Celia escuchaba con desgana el sinfín de vagos argumentos en los que se basaba el susodicho para no puntuarle más su prueba. Palabras que entraban y salían sin mayor interés, salvo la traca final. Cuando ya terminó y se despedían, Celia (sin saber muy bien por qué), le comentó que iba a dejar la carrera, que se había equivocado. El ilustre docente le sugirió: “Igual, la ciencia no es para ti, hay otras muchas opciones…”.
Salió Celia algo aturdida, esa frase fue como un golpe en el estómago que le había removido algo. Camino a casa no paraba de darle vueltas. Había sido como un bofetón en la cara a alguien adormilado. “¿Qué se cree?”. Conforme avanzaban los minutos, las horas, su incredulidad se transformó en rabia, indignación.
Al día siguiente, se levantó como siempre. Desayunó algo acelerada para no perder el autobús. Llegó tan sólo 5 minutos antes, pero había sitio.
Sentada en primera fila y, percatándose de la sorpresa del profesor, comenzó la nueva etapa de Celia en la carrera, empezando por Microbiología.
“Tu ciencia no está hecha para mí. Yo sí creo en un futuro”. Fue la frase que le espetó en mitad de la clase, en primera fila y a través de una retadora mirada.
La reflexión BIOvitae
El relato de Celia es la representación de las vivencias de innumerables generaciones de científicos que chocan con un sistema educativo desanimado, alejado del presente y sin perspectivas de acercarse a la realidad profesional que vivimos.
Quienes trabajamos en la gestión de personas y el talento en las empresas, somos muy conscientes del tremendo potencial que tienen los perfiles científicos para muchos campos de interés. El mayor problema es la falta de conocimiento sobre qué oportunidades profesionales pueden abrirse, más allá de las repetidas continuamente.
Al científico no se le valora por los conocimientos específicos en su materia, sino por la capacidad que se le presupone para analizar y resolver problemas de cualquier índole.